Cada vez
que ensayaba una explicación.
Una
sórdida e indecisa respuesta o fundamentación.
Cada vez
que podía llegar a estar sentado entre unas letras distraídas, inconexas y
pasibles.
Cada vez
se hacía más obtusa, más errante, más lejana.
Cada vez
volvía con la vista a palabras que seducían de alojarme porque había caricia en
sus miradas.
Cada vez
me decían, una y otra vez. Buscaba con paciencia pero con vigor. Con prisa
pensada. Pero aún así, no aparecía. Buscaba.
Eso
incontrolable que me habla. Que me mueve. Que me siente.
Que se me
escapa, en algún lugar de cada una de las palabras que conozco y conocí.
Eso que
será, si puede ser, no aparecía.
Todo ello se
buscaba en si mismo. Esa indomable sensación de intentar siempre hacer algo
distinto. Ese silencio colmado de colores, ese vacío repleto de sonidos, ese
pedazo de universo preñado de vida, esa oscuridad que se mira al espejo cuando
la luz se ausenta.
Eso que
conecta mis sueños y a su vez los despabila. Eso que se sabe retirar en
ocasiones especiales. Esa mirada que no alcanza a mirarse. Eso que anda por
ahí, pero por ningún lado. Esa sensación antojadiza de creer saber de a ratos
lo que se busca. Esa herida que es sangre y también universo.
Esas,
esos, estos y aquellos, esa que hoy hizo mirar algo nuevo, esa que se estiró al
punto de rasgar la ilusión de mis pupilas.
Esa, a lo
mejor no exista.