Este apartado intenta agregar algo más sobre la idea
de percibir el amor como una metáfora. Es decir que si hablamos de metáfora es
porque esa palabra alude a otra cosa, algo así como que la palabra misma no alcanza
para designar lo que nombra.
Había partido de la idea que “el amor es la metáfora
y el sentimiento de cuando algo se reúne”[1],
para otorgarle cierto contraste y posibilitar el diálogo entre diferentes
concepciones cito a Maturana, como ya lo venía haciendo a lo largo del ensayo,
“el amor es el dominio de las acciones que constituyen al otro como un legitimo
otro en convivencia con uno.”[2]
Tienen en común la reunión, la convivencia, la
necesidad de otro. No hay amor en plena soledad. Hay amor con otros, hay amor
en cuanto encuentro, en cuanto legitimación de otros. Hay amor tanto y en
cuanto pueda aparecer algún fenómeno cercano a la sincronía, entrelazamiento,
tensión, sonoridad con los seres que nos rodean.
Pero ¿Qué ocurre a nivel cultural que embarga sentir caricias
en las manos dúctiles del amor?
Explica Maturana “Vivimos una cultura que niega el
amor al darle un carácter especial subiéndolo al pedestal de la virtud…vivimos
una cultura que habla del amor pero lo niega en la acción. Esta es la cultura
patriarcal europea occidental a la que pertenecemos.”[3]
Sospecho que el amor ha sido el fundamento y también
el capital de una serie de entidades discursivas, que se han desarrollado a
partir de mediar entre la apropiación legítima de su significado y el empeño de
querer recibir aunque sea retazos por parte de las sociedades. Las personas
concurrimos a instituciones religiosas, eclesiásticas y espirituales en busca
del amor que profetas, gurúes y maestros “pueden” (se creen capaces) de mostrarnos,
de acercarnos, pueden, en el mejor de los casos, potenciar para que nos
permitamos aceptar la llegada del amor a nuestras infelices vidas. Como bien
señala Maturana lo han subido a un pedestal y nos dicen que no podemos acceder
a él sino es a través de ellos, ellos son los guías, los que conocen el camino.
Con ésta forma discursiva han suspendido el acceso del cotidiano a lo sagrado
del amor.
Creo que el amor no puede existir solamente en la
implicación desmedida que corresponda a la autoridad de estas instituciones. El
amor no puede poseer autoridad, ni tampoco puede estar bajo la protección de
autoridades. Es decir, no vale aclarar nuestras acciones en nombre del amor.
Nos jactamos de decir hicimos tal o cual cosa en nombre del amor. Tenemos que
romper con esa idea de que en nombre del amor justificamos nuestros actos. Esta
interpretación del amor nos ha conducido a los peores enfrentamientos y
crímenes de la humanidad.
El amor debe escapar a toda autoridad como hecho de
amar-amando y también a todo poseedor que intente digitar las cantidades en
dosis fraccionadas. Este es uno de los más fuertes fundamento de las religiones
occidentales. El amor como hecho sagrado debe dejar de interpretarse bajo la
protección de virtuosas y lujosas paredes de templos. Debe dejar de estar
amurallado por los imaginarios sociales, que legitiman y suspenden a los
titiriteros del amor. Como hecho sagrado o profano, o nada, da igual; el amor
debe escapar a tales discusiones, la veracidad del amor se basa en su potencial
concepcional, no en acciones racionalizadas.
También considero que la búsqueda del amor espiritual
no puede venderse y revenderse como mercancía. Estoy íntegramente disconforme
con la mediatización y el fetichismo del amor. Con la banalización absoluta del
amor como imagen, como modelos, como estereotipos de consumo. El amor como
hecho sagrado y cultural no puede comprarse y venderse como moneda de cambio.
Descreo de esa superficialidad mostrada, muchas veces, a través de los medios
de comunicación, combinados con estándares de moda y propiedades lujosas de
personalidades famosas eh influyentes.
Para concluir este apartado no creo necesaria la
búsqueda del amor en la profundidad de los credos, ni tampoco en el hecho de un
producto o servicio de consumo más; creo más bien que la exploración del amor
como encuentro sagrado, pasa en cierta medida, por devolverle a las cosas su
identidad sin que nosotros las nombremos, sin que le digamos desde la
imposición, lo que es o lo que son. Como señala Mujica “volver a relacionarse
con las cosas escuchándolas, en vez de imponiéndole un nombre.”[4]